viernes, 7 de octubre de 2011

EL VALOR MORAL DE LOS ABUELOS

La vida de cualquier persona afortunada debería estar rodeada de abuelos. La mía lo ha estado y quizás por eso y por otras tantas cosas me siento privilegiado.

Los primeros abuelos en mi vida, los que más han influido en mí y a los que más quise, fueron mis abuelos maternos. Para todos sus nietos fueron, siempre, los "abueltitos". Jamás les quitamos el diminutivo cariñoso. Como tantos otros abuelos de la generación nacida en la primera década del siglo XX aparentaban muchos mas años de los que tenían; pero es que su juventud y madurez no fue fácil y les toco vivir algunos de los peores momentos de nuestra historia. Sin embargo -y no me refiero ahora solo a mis abuelos- aquellas dificultades desgastaron sus cuerpos, pero forjaron su carácter.

Recuerdo que a mediados de los años setenta, siendo un adolescente, empezamos a veranear en Enguera y fue, precisamente aquí, en donde conocí a otros abuelos "de una pieza". Algunos de ellos no eran muy mayores hace treinta años, pero lo son hoy. Les he visto envejecer y he confirmado algo tan obvio como que quien es una buena persona de joven, generalmente envejece multiplicando y repartiendo su bondad. Otros fallecieron hace muchos años, pero siguen siendo recordados por quienes les conocimos. Pienso en el señor Bautista (Llacer), un trabajador del campo vitalista e incansable que nos enseño a recoger olivas y con ello - y al mismo tiempo- la dureza de su propia vida. Era Bautista un hombre enjuto y fibroso, fumador empedernido, conversador y con una sabiduría desacomplejada que le llevaba a ver al Papa en Roma sin renunciar a su militancia comunista. Hará más de treinta años que conocí también a Don Pedro, el ya entonces jubilado medico del pueblo. Era un hombre austero, muy delgado, impecablemente vestido, educado y cuya voz raramente se alzaba, excepto ante una injusticia. Su hermana, Doña Manolita era de la misma madera, dulce y agradable; buena gente. De entre los que hoy son ya mayores, pero a quienes conozco desde mucho antes que lo fueran, quiero aludir especialmente a nuestra querida Pepica y a su marido Miguel "el bleda". Ellos son casi de nuestra familia. No he conocido jamás a unas personas más generosas ni más trabajadoras. Hablar de la Pepa y de Miguel requeriría mucho mas espacio y puede que algún día lo haga... No quiero dejar de aludir a Aurelia, cuya elegancia y bondad queda reflejada en su mirada, a su marido Manolo Sarrión (sus impecables campos y flores han sido siempre la admiración de nuestra familia y hoy siguen tan perfectos como antaño), o a Luis Corques, cuyo poderoso físico podría engañar en cuanto a su edad (pero ya tiene nietos) o su siempre serena y sensata Carmen. Dejo para el final a Cristóbal, un ejemplo de superación sobrehumana tras la grave enfermedad que hace muchos le dejo prácticamente sin poder moverse y que ha logrado superar a fuerza de voluntad; era y es un hombre sensato, sensible y amante del saber... Me dejo en el tintero otros nombres de buenos amigos (entre otros aquel que me ha pedido este articulo) porque entiendo que aun les falta un poquito para llegar a esa edad que llamamos dorada.

Por todas esas personas y por lo mucho que me enseñaron, quiero hoy reivindicar la belleza del la palabra abuelo. No usare en este articulo otros sinónimos ("mayores", "tercera edad"), pues creo que el vocablo abuelo es hermoso en si mismo y no necesita de más abalorios.

El respeto a los ancianos ha sido históricamente un elemento esencial en las grandes culturas y civilizaciones clásicas (todavía hoy sigue siéndolo en Asia, en Hispanoamerica y en gran parte del mundo árabe). El prestigioso senado romano, deriva etimológicamente de "anciano" o "senecto". Se era senador porque se había vivido lo suficiente como para poder tomar decisiones de extrema gravedad para la República romana. Eso no podía hacerlo cualquiera y tan importante responsabilidad se encomendaba a los más ancianos, considerados por ello los más sabios: ellos eran los senadores. Hoy, sin embargo, Occidente esta cometiendo la torpeza suicida de marginar a los abuelos. Lo que cotiza es el valor juventud y vemos atónitos como desde la publicidad nos muestran abuelos con cuerpos impecables, dentaduras perfectas y flexibilidad más propia de karatekas o toreros que de personas que ya bregaron lo suyo cuando les toco. No quiero con estas palabras hacer apología de la decadencia física y negar a los ancianos el derecho (casi el deber) de mantenerse física y mentalmente activos. Lo que digo es que me parece absurdo querer ocultar la realidad del envejecimiento, como si el perder flexibilidad, vista, pelo o hasta memoria fuera una nota de infamia. Si hace años un famoso modista -Adolfo Domínguez- reivindico que "la arruga era bella", creo que ha llegado el momento de afirmar que la vejez también lo es. Sin necesidad de disfrazarla de otra cosa.

Pero he titulado este artículo “El valor moral de los abuelos”, así que voy a tratar de concretar algo más: ¿que valores aportan o podrían aportar –si les escucháramos- nuestros abuelos?

En primer lugar el valor de lo vivido y sufrido, de los errores y aciertos. De la experiencia, en suma. Los romanos veneraban las "costumbres de sus antepasados" ("mores maiorum", en latín) y aprender de ellas les hizo grandes.

Los abuelos son un pequeño fragmento de historia con voz. Difícilmente encontraremos lo que ellos nos cuentan en los libros: por eso conviene oírlos cuando aún tienen voz. Si no lo hacemos ahora, llegara el día en que nos arrepentiremos. Pero entonces será ya demasiado tarde. Cuantas veces no habré escuchado aquella queja tan común de "mi abuela contaba unas historias familiares maravillosas, pero yo ya no recuerdo casi nada!" Son los abuelos el albacea de los recuerdos familiares. Escuchemos sus historias y, si podemos, conservémoslas como oro en paño…

Los abuelos, por último, son un referente de cortesía y buena educación, una virtud desgraciadamente en peligro de extinción. Yo quiero que mis hijos aprendan modales con sus abuelos, pues son ellos los que conservan las buenas maneras de antaño. Es cierto que no todo lo pasado fue siempre mejor, pero los buenos hábitos aglutinan una esencia de valores que desde hace miles de años han permitido que las sociedades progresen. Nuestros abuelos conservan un gran catalogo de buenos modales que tendríamos que consultar mas a menudo. Afirma el filósofo francés Compte-Sponville en su "Pequeño Tratado de las Grandes Virtudes" que la urbanidad es la primera base de la ética, pues abona el terreno para otras decisiones morales de mayor calado. Por eso hay que inculcarla desde la infancia. Sin cortesía no es posible respetar al otro, base de la ética y de cualquier convivencia.

Quiero terminar este articulo evocando a mi abuelo, “el maestro de Huitar” (que así es como le llamaban). Cuando el año pasado publiqué mi último libro de historia escribí lo siguiente sobre él. Creo que refleja bien no solo lo que sentía y siento por mi abuelo, sino también la importancia de los abuelos en la educación de sus nietos: “Gracias a mi querido abuelo, el Maestro de Huitar, y a sus espléndidamente narradas historias empecé a amar la Historia. Era yo un niño cuando una noche me contaba la gesta de Leonidas y sus trescientos. No hacia más que desarrollar -y acaso adornar- la narración de Herodoto; sin embargo tuve la intuición al mirar sus ojos vidriosos, azules y ciegos que cuando mi abuelo contaba aquellas viejas historias estaba reconociendo en ellas fragmentos de su vida, tan salpicada de muerte, miseria y nobleza como la de cualquier español nacido con el siglo XX. “Caminante, ve y cuenta que los que aquí yacen murieron por defender las leyes de los lacedemonios”. Mi abuelo, el Maestro de Huitar, había vivido la guerra y sufrido la represión y, sin embargo, no guardaba resentimiento. Antes que republicano era maestro, y sabía por los libros leídos y los días sufridos que la historia nunca ha sido blanca o negra y que el maniqueísmo y la ceguera doctrinaria solo podía combatirse con valores humanos y que estos no eran patrimonio de unas siglas. Así educó a sus hijos y así ellos pudieron forjarnos a nosotros. Sean mis últimas líneas de agradecimiento para él, pues –como escribió Balzac en El Lirio del Valle- "hay personas a las que enterramos en la tierra, pero las hay especialmente queridas que tienen nuestro corazón como mortaja. Su recuerdo se mezcla cada día con nuestras palpitaciones; pensamos en ellas lo mismo que respiramos, están dentro de nosotros por una dulce ley de la transmigración de las almas propia del amor. Un alma mora en mi alma. Cuando a través de mi se hace un bien, cuando se pronuncia una palabra hermosa, esa alma habla, actúa. Todo lo bueno que hay en mi emana de esa sepultura, como emanan de un lirio los aromas que perfuman la atmosfera”

Mi abuelo paso muchísimos veranos en Enguera y lo recuerdo en La Casona jugando al ajedrez, comiendo ciruelas y paseando casi a ciegas por el campo mientras hablaba con nosotros. Su voz, potente y vibrante, es quizás el recuerdo que conservo mas vívido de él; lo que no es extraño pues su vida se baso en la palabra. Solíamos caminar juntos hasta el pueblo y mientras avanzábamos por el camino de San Anton iba contándome historias maravillosas. Me estaba educando, sin ser yo consciente de ello. Al llegar a la parte mas empinada de la cuesta, hacíamos un alto bajo el olivo al pie de la carretera. Tomaba aliento y respiraba profundamente el aire del campo al que amaba tanto…

Muchos años antes mi abuelo había recorrido otros caminos mucho más duros... “El Maestro de Huitar" acostumbraba a visitar a sus alumnos enfermos en sus casas y, para no faltar a sus clases, hacia aquellas visitas aprovechando las heladas madrugadas de la Almería de 1942 (“entre día y noche no hay pared”, solía repetir). No caminaba solo: iba acompañado por su hija (montada en una mula), una niñita pequeña y curiosa que desde entonces y por siempre lo veneró. Aquella niña se llamaba Lucia y es mi madre y además una estupenda abuela para mis hijos.

ARTÍCULO PUBLICADO EN EL Nº ESPECIAL DE LA REVISTA DEL ASILO DE ANCIANOS DE ENGUERA (125 ANIVERSARIO, VERANO DE 2011)

3 comentarios:

  1. Yo también soy un convencido de lo mucho que los ancianos pueden aportar a la sociedad y han aportado siempre. Una sociedad que por desgracia y para su propio perjuicio, hoy los margina y los convierte en un problema, cuando son mas bien una bendición.

    Cuando yo nací tenía a los cuatro abuelos, a los diecisiete sólo me quedaba una, a los veintidós ninguno. Dos de ellos muy lejos, en la Argentina, a uno de los cuales ni siquiera conocí. La impresión que tengo al día de hoy es que los disfruté poco. Les echo mucho de menos.

    Ojalá cuando yo se abuelo, me traten mis nietos como mis padres trataron a sus abuelos, y no como nosotros tratamos a los nuestros.

    Un fuerte abrazo, Fernando

    Luis Antequera

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  2. Realmente bueno y conmovedor. Por desgracia a muchos de nosotros ya se nos han ido pero su recuerdo y enseñanzas perduran. Nos has dado una lección de respeto y amor.
    Un abrazo
    Javier

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  3. FELIPE GASTESI escribió:

    Creo que es un artículo profundo sobre el espíritu de un hombre bueno. que hoy no se aprecia por el común.
    La secularización de nuestra sociedad no lo permite.

    Quizá nos lleve a un desastre, pués como dijo "Nitzshe" : si apartas a Dios , todo vale".

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