¡Atiende, oh lector, el cuento maravilloso
que éste viejo bardo desea contarte ésta noche!
Érase una vez un pequeño pueblo de enanitos que
sacaban piedras de escaso valor de una oscura y peligrosa mina en la que casi
todos sus nobles abuelos habían muerto reventados y enfermos. Los enanitos
insistían con inusitada obcecación en seguir trabajando en la mina, aunque este
bardo no logra comprender las razones para ello, pues era un trabajo asqueroso
en el que te arriesgabas a que Víctor Manuel te compusiera unas estrofas o que
Pilar Bardem te besara con frenesí. Luego, además estaban el grisú y los
desprendimientos; pero lo de Víctor Manuel o Pilar Bardem era sin duda lo más peligroso.
Sin embargo los enanitos ¡erre que erre! Nada –decían dignísimos los
enanitos- nuestros abuelos murieron bien jodidos en la mina y nosotros queremos
también morir de silicosis o, al menos, sepultados en las profundidades de la
tierra.
Soy bardo – y bardo viejo- y he recorrido muchos países,
pero no acierto a comprender esa insistencia suicida de los enanitos ¿Por qué
no aceptaban dedicarse a pastorear vacas, a rehabilitar bosques, a danzar bajo
la luna viejos bailes regionales o a montar pequeños colmados? Es cierto que la
reina tradicionalmente les había comprado a precios altísimos las escasas y
malas piedrecitas que de su mina extraían y acaso esa sea la razón por la cual
los enanitos iban silbando a trabajar (algo que este bardo nunca entendió en la
película de Walt Disney: ¿Están locos? ¿Cómo es que van silbando a trabajar?).
Poco tiempo después de que el reino fuera saqueado
durante un tiempo por una tribu de orcos (y orcas) resentidos (y resentidas), la reina -que además era una grandisima bruja
y hasta tenía barba- dejo de pagar a los enanitos, pues el país había quedado
arrasado y envilecido tras una época oscura. Lo cierto es que la reina tampoco
pagaba a sus pajes, lacayos, mariscales (que tenían instrucciones de amedrentar
a los forajidos y salteadores no con la espada sino con la única fuerza de
bellas melodías de cítara), ni alimentaba a sus caballos, ni se preocupaba
demasiado por las desventuras de sus súbditos, deslomados de sol a sol (mucho
mas que los putos enanitos) para poder pagar los altísimos tributos y las dichosas
piedras extraídas de las carísimas minas.
Sin embargo - y a pesar del pataleo de los enanitos
y del silencio de los súbditos que habían sido adormecidos con el polvo mágico
del sueño televisivo- la reina bruja poseía tesoros con los que pagar a sus numerosísimos
virreyes, gobernadores, intendentes, válidos, sastres y toda suerte de pícaros
y truhanes que acudían a raudales al reino atraídos por la promesa de un rápido
enriquecimiento. Los orcos (y las orcas) que durante años asolaron el reino,
guardaban silencio en sus guaridas, restañando sus numerosas heridas y
esperando la ocasión de volver a saquear el reino una vez reconstruido (los
orcos y las orcas -aparte de ser feísimos- no saben hacer nada, razón por la
cual están permanentemente indignados, rompen cosas, hieden y se alimentan
exclusivamente con el sudor de otras frentes)
La reina -que solo escuchaba los consejos de aduladores, charlatanes y picaros- no se daba cuenta de que su reino -antaño grande, vital y luminoso- empezaba a parecer cada vez mas uno de esos lejanos países llenos de sombras y brumas eternas. Los pájaros dejaron de cantar, los valles se secaron, los bosques fueron incendiados, las playas aparecían enladrilladas (¿quien las desenladrillara?) y repletas de casinos y mientras eso sucedía millones de súbditos vagaban por las aldeas buscando protección en sus vecinos o en sus mayores. Ya no confiaban en sus príncipes y estaban prestos a apoyar a cualquier canalla que les prometiese el paraíso…
La reina -que solo escuchaba los consejos de aduladores, charlatanes y picaros- no se daba cuenta de que su reino -antaño grande, vital y luminoso- empezaba a parecer cada vez mas uno de esos lejanos países llenos de sombras y brumas eternas. Los pájaros dejaron de cantar, los valles se secaron, los bosques fueron incendiados, las playas aparecían enladrilladas (¿quien las desenladrillara?) y repletas de casinos y mientras eso sucedía millones de súbditos vagaban por las aldeas buscando protección en sus vecinos o en sus mayores. Ya no confiaban en sus príncipes y estaban prestos a apoyar a cualquier canalla que les prometiese el paraíso…
Ante esa dramática tesitura, que los enanitos refunfuñen
(sobre todo el "Cascarrabias") demandando mantener
los privilegios de otros tiempos es algo que "francamente querida
Escarlata… ¡me importa un bledo!"