Recuerdo un patio grande que en realidad no lo era tanto y unos
techos altísimos que con los años encogieron y un suelo níveo de mármol y
un río infranqueable que más bien era acequia y recuerdo unas sábanas
tendidas, solitarias olas sinuosas en el desierto almeriense... Y sigue
viva la parra fresca y generosa que envolvió aquel universo perdido de
mi niñez.
Y no quiero olvidar y me
esfuerzo en rebuscar las sensaciones de antaño, hoy que ya algo he
vivido. Silencio, silencio... Casi percibo el sonido acompasado de una
escoba en la calle empedrada y ardiente y las risas evanescentes de unas
mujeres que hoy son tan solo un eco en fotos amarillentas.
Y
aquí y ahora, dentro de mi mente, sigue altiva la alacena en la que mi
abuela atesoraba sus mantecados y cierro los ojos y percibo aquel mágico
y secreto aroma, con el que sus nietos anticipábamos las delicias de
una merienda: Vasos Duralex, leche hervida con su telo y, con suerte, unos roscos. ¡Era tan poco y tanto nos solazaba!
Un
reloj suena las horas. Mi abuelo baja las escaleras. Sombrero y chaleco
negro. Su vozarrón le precede y estremece las paredes. Habla de cosas
que no entiendo, pero amo su timbre de voz y su mirada azul y ciega. Y
mi madre ¡tan joven, Dios mío!, lo mira y le sonríe y acaricia su mano. Y
yo mojo feliz el rosco en la leche tibia y no necesito crecer más. Y el
reloj marca las horas.
Fernando Navarro García.
Tarde para la fecha de tu escrito aunque aún a tiempo d disfrutar de su lectura. Felicidades y saludos de otro olula se fuera de su pueblo.
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